Bajo la noche mas hermosa de cuantas haya visto jamás, pude compartir al calor del fuego historias y vivencias con mis «hermanos» nómadas de Mongolia, habitantes de la región sudeste del desierto del Gobi, muy cerca ya de la frontera con China.
A más de 10.000 kilómetros de mi casa ejeana sentía nostalgia de mi gente y mis lugares comunes, pero fuera de sentirme solo, me veía el ser más afortunado de la tierra, llegando a experimentar las mismas sensaciones que uno siente en su propio hogar.
Horas antes había llegado exhausto tras varios días de pedaleo por uno de los peores desiertos del planeta.

Había superado las temibles tormentas de arena, la sed, los golpes de calor, la desorientación, los terribles perros mongoles y la vigilancia, a lo lejos de los audaces lobos del desierto, cuya inconfundible silueta rompía, todas las mañanas, la planicie desértica.
Ahora esta allí disfrutando con las canciones que hablaban de Gengis Kan y sus épicas batallas, bebiendo cumish (leche de yegua fermentada) y sintiendo el corazón del desierto en cada palabra y en una expresión de mis anfitriones.
Me habían recibido con las puertas de sus yurtas abiertas de par en par, haciendo gala del más preciado don de los mongoles y por ende de todo ser humano: la hospitalidad.

Acariciando la cabeza de Suurag, un enorme pero mongol que poco antes se había abalanzado sobre mí para defender su territorio, escuché atentamente a Tanork, el abuelo del clan: «No cambiaría estas dunas y este lugar por ningún otro. Aquí tenemos lo que precisamos para vivir y ser felices. El problema que tenéis en vuestro mundo es que queréis tener más de lo que podéis portar y eso para un nómada no trae más que problemas. disfrutamos de las cosas sencillas que la madre Tierra nos da. Viajamos somos nada más».
Tremenda lección de vida, hasta la siguiente historia aventureros.
No olvideis de ver mi entrevista aquí. También podeis seguirme en mi web. Un abrazo.